Noelia se acercaba sigilosa, moviéndose con gracilidad a ritmo de cámara lenta, intentando que su abuelo no se percatara de su presencia, y éste fingía ignorarla, concentrado en la diabólica tarea que se traía entre manos. Se mantuvo agazapada durante varios segundos, contemplándolo desde el lateral del sofá, hasta que, de repente y ante su sorpresa, su abuelo quedó completamente inmóvil, como si un invisible rayo paralizador lo hubiera alcanzado de lleno. La curiosidad de la pequeña por saber qué ocurría pudo más que el deseo de continuar escondida; se levantó y comenzó a observarlo con detenimiento, desde el mismo costado que le había servido de escondite. Julián, que aguardaba con paciencia el momento sin mover ni un milímetro la cabeza, desvió de repente los ojos para dirigir una mirada fulminante a su nieta.

-Mmm -murmuró.

-¿Qué haces, abuelo? -le preguntó la niña entre risas.

-Mirarte.

-Eso ya lo sé; quiero saber a qué estás jugando.

Noelia seguía riendo.

-Intento completar cada cara con cuadrados de un mismo color.

-¿Y para qué?

-Para nada, para resolver el juego.

-¿Tú sabes hacerlo, abuelo?

-A ver: éste me falla..., una vuelta más y... ¡listo! Lo conseguí.

 

Cada vez que caía en sus manos un cubo de Rubik no podía resistir la tentación de resolverlo. No es que fuera un experto, pero Julián se jactaba de ser el único, entre su círculo de amigos, que podía lograrlo por más que se lo desbarataran. Éste se le había resistido: había invertido más de diez minutos en completarlo.

-Yo también quiero hacerlo ¾le pidió ilusionada Noelia.

-De acuerdo, reinita, lo mezclo todo con unas cuantas vueltas y ahora deberás conseguir que cada una de las seis caras presente un mismo color.

-¿Y es difícil?

-Mucho, pero te voy a dar una pista: no intentes resolverlo por caras, hazlo por niveles. Observa: hay tres capas; primero se hace una, luego la que está en medio y después la última. Un beso, que me voy.

-¿Ya te vas, abuelo? ¾preguntó Noelia decepcionada.

-Sí, reinita, pero vuelvo la próxima semana. Espero que para entonces hayas conseguido completar al menos el primer nivel...

 

Julián cenaba con su hija todos los viernes. La niña lo esperaba ilusionada y él gozaba con sólo verla; sin embargo, se sentía incómodo cada vez que ponía los pies en aquella casa. Comprendía que Beatriz lo había pasado muy mal cuando perdió a su esposo en su quinto mes de gestación y que tenía derecho a rehacer su vida, pero él nunca logró congeniar con su nueva pareja, el hombre con el que hacía un par de meses había contraído segundas nupcias. Por eso elegía los viernes para visitarla, porque ese día Ricardo solía pasar la velada con sus compañeros del club de dardos. Así conseguía minimizar los contactos entre ambos.

-Llévate un paraguas -le aconsejó Beatriz.

-No creo que vaya a llover. Cuídate mucho, cariño.

-Sabes que siempre lo hago.

-No te fíes, Bea...

-Por favor, papá, ¡ya está bien! Ricardo es un buen hombre. Tiene sus defectos, como todos, pero nos quiere.

-Lo siento, hija. No me lo tomes en cuenta; los años me hacen más suspicaz e impertinente.

 

A Julián le encantaba recorrer a pie el trayecto que separaba su casa de la de Beatriz. El paseo no duraba más de treinta minutos, pero los saboreaba con tanta delectación que por nada del mundo estaba dispuesto a cambiarlo por un anodino y claustrofóbico desplazamiento en taxi, así lloviera como cayeran chuzos de punta.

Las plantas que colgaban de las paredes del zaguán de la casa de su hija preludiaban la eglógica exhibición de hermosura que, año tras año, desplegaba por esas fechas la barriada de la Esperanza, ubicada justo detrás de la calle comercial que se extendía en paralelo a la urbanización donde residía Beatriz.

De recónditos rincones y angostas calles, la blanca barriada de la Esperanza se engalanaba con multitud de macetas, tantas que apenas se podía distinguir el desabrido negro de las rejas de las ventanas. La estampa evocaba, al más puro estilo andaluz y en una fragancia sublime, los embriagadores patios cordobeses. Este idílico espejismo de interior desaparecía de sopetón, como por arte de magia, nada más atravesar la calle Goleta: el sempiterno aire de levante aguardaba impertérrito, con su arrogante olor a sal, a mar, a Mediterráneo...

Casi un kilómetro de viento, tan molesto en su bravura como anhelado en su sosiego, se ofrecía en inexcusable compañía por el paseo marítimo, otrora pesquero y ahora de chiringuito y verbena.

Justo frente al restaurante donde en verano se podían degustar los mejores espetos de la comarca, se dibujaba el paso peatonal que, atravesando la amplia avenida, desligaba la playa del núcleo de viviendas características del tradicional barrio de los pescadores.

A escasos metros del paso de peatones se abría la calle que llevaba directamente al piso donde residía: un camino adoquinado flanqueado por innumerables naranjos y limoneros, que en aquella noche de mayo le haría regresar, una vez más, al fragante azahar de Sevilla y a la magia de su embrujo. Podía llover, pero... ¡cómo desechar la oportunidad de dejarse seducir de nuevo por lo mejor de Andalucía en sólo un paseo de unos minutos!

Apenas se había adentrado en su imaginaria Sierra Morena cuando las nubes que observaban desafiantes dejaron caer sobre su cabeza unas intimidatorias gotas de advertencia, insignificantes quizá, pero suficientemente provocadoras como para hacerle recapacitar y regresar por el paraguas.

-Te dije que te lo llevaras; ¿ves?, siempre tengo razón -le reprochó sonriendo Beatriz.

-Voy a ver de nuevo a la pequeña; ¿sigue en el salón?

Noelia se encontraba tumbada en el sofá, absorta en la trascendental conversación que mantenían dos enigmáticos personajes con alas, que discutían sobre la posibilidad de hacer frente con éxito a una especie de espantapájaros armado con un fusil de repetición.

-¡Hola abuelo; has vuelto!

-Así es, reinita, olvidé el paraguas.

-No quiero jugar más al juego de los colores ¾dijo Noelia algo abatida.

-De acuerdo, pequeña, es muy complicado para ti.

-¡Que va, abuelo; al contrario: me aburre muchísimo! Ya lo completé varias veces.

Julián quedó petrificado al comprobar que el cubo de Rubik reposaba sobre la mesa reluciendo la perfecta uniformidad de sus caras. De un salto se colocó entre la niña y la pantalla del televisor y agarró a Noelia por los hombros.

-Reinita, ¿has resuelto tú el juego de los colores?

-Sí, tres veces.

-Y... ¿cómo lo hiciste?

-Siguiendo tu consejo, pero no me apetece jugar más con él; es siempre lo mismo.

-Bien, entonces me lo llevaré. ¿Me guardas un secreto?

-¿Qué secreto?

-No debes decir a nadie que sabes resolverlo.

-¿A nadie? ¿Por qué, abuelo?

-Para que tengamos los dos un secreto que nadie más pueda saber.

-¿Tampoco podré decírselo a mamá?

-A nadie. Es un secreto entre tú y yo. ¿Trato hecho? -preguntó Julián, extendiendo su mano.

-¡Trato hecho, abuelo!

 

Julián se esforzaba por disimular ante su hija su aturdimiento, pues aún no lograba dar crédito a lo que acababa de ver.

-Beatriz, ¿tú sabes resolver el cubo de Rubik? -preguntó a su hija antes de salir.

-¿Yo? Jamás pude completar una sola cara. ¿Te lo llevas? ¿No se lo ibas a regalar a Noelia?

-No le gusta; mejor le traigo otra cosa. Adiós, hija.

-Hasta luego, papá.

 

El desconcierto reinaba en la mente de Julián. El cubo de Rubik gozó de una extraordinaria popularidad en la década de los ochenta, por la inmensidad de combinaciones posibles que encerraba algo tan pequeño. Más de cuarenta y tres trillones de posibilidades distintas, esto es, un número de veinte cifras, volvían locos a los que se enfrentaban a su misterio. Pronto aparecieron métodos de resolución. Sabía que en 1.982 se celebró en Budapest el primer torneo internacional y que fue ganado por un joven estudiante de dieciséis años, Min Thai, que consiguió completar el cubo en 22,95 segundos. Luego se habían sucedido diversas competiciones con el fin de rebajar ese récord, pero no conseguía explicarse cómo una cría de apenas cinco años, que jamás se había enfrentado a ello, en menos de diez minutos lo había completado tres veces. En cualquier caso, otorgándose el beneficio de la duda de que una niña tan pequeña le pudiera estar mintiendo, era seguro que, al menos, lo había solucionado una vez... ¡en un tiempo igual de rápido que él, que llevaba años jugando con el cubo y conocía diversas técnicas de resolución!

 

Llovía ligeramente y Julián había olvidado el paraguas por el que precisamente volvió. Al salir se cruzó con Ricardo. La exquisita amabilidad de su saludo no sólo olía a vino: emanaba hipocresía, cobardía, violencia, crueldad... y parecía ser la única persona en el mundo capaz de percibirlo