Patria y bienestar
15.05.2014 16:57Resulta una realidad incontestable que estoy condenado a oír hablar catalán todos los días del resto de mi vida. Eso o no ver la televisión. Es algo que se repite a diario: cuando no son manifestaciones que emanan del entorno del Fútbol Club Barcelona, llegan en forma de declaraciones de ínclitos políticos de cuyos nombres prefiero no acordarme. Y si sucede el poco probable caso de que no haya noticias de relevancia en dichos ámbitos, ya se encargan los presentadores de intercalar términos en catalán (Parlament, president, Lleida, Girona…), no vaya a ser que se complete una edición completa en castellano y salten voces indignadas por tamaño agravio.
Obvia aclarar que no tengo nada en contra del idioma catalán, podría decir lo mismo del gallego, el euskera, el bable o el chino. La razón que sustenta mi alegato, tan lógica como simple, es que no lo comprendo. No me entra en la cabeza, así me la trepanen, el motivo por el que en un espacio donde nos movemos un grupo que en su integridad domina un idioma, algunos se empeñen en comunicarse con otro. A cuento de esto, me viene a la memoria el Certamen Internacional del Absurdo que se celebró hace unos años y que ganó brillantemente España con la contratación de veinticinco intérpretes para que nuestros queridos e importantísimos senadores se entendiesen. Ver para creer.
Cuando decidí exponer este asunto me propuse desvincular la idea del contexto independentista, por su complejidad, y, por supuesto, del anticatalanista, por su mezquindad, pero ¿cómo hacerlo si los políticos nacionalistas no hacen más que utilizar el idioma como adalid en sus pretensiones independentistas?
No voy a cuestionar la legitimidad de estas reivindicaciones porque los acérrimos de ambas partes arrimarán de inmediato las ascuas de la Historia a sus propias sardinas y no contamos con un Salomón a mano que dirima. Tampoco quiero ni puedo valorar, mucho menos juzgar, los sentimientos de nadie, sean, connaturales, adquiridos o adoctrinados. Pero si me reafirmo en acentuar como inmoral promover campañas que persigan la desunión sin relacionar, con pelos y señales, las consecuencias. Las cartas sobre la mesa: antes que la patria está el bienestar. Y la separación, el independentismo, la desunión no va a mejorar la calidad de vida de nadie, salvo la de los aprovechados de siempre, que esos nunca dejan pasar la oportunidad de deslizar la mano bajo la falda de la coyuntura para enriquecerse.
Qué triste resulta oír proclamas que aluden al sometimiento, al yugo y la opresión. La historia de la humanidad se ha forjado a base de conquistas. Que en pleno siglo XXI se cuestionen uniones u ocupaciones de hace quinientos años no puede ser más ridículo. ¿Vale la pena buscar pedigrí a los pueblos si la finalidad última es aislar, preservar la pureza de la raza? ¿No hablamos de la misma semilla que germinó en nazismo? Así andamos, criando tirria, fomentando a un lado el antiespañolismo, malditos y prepotentes españoles conquistadores, y a otro el anticatalanismo, catalanes traidores que reniegan de sus hermanos.
¿Piensan catalanes y vascos que los andaluces no tenemos nuestra idiosincrasia, nuestra forma de ser y vivir única y distinta del resto de España? Se podría replicar que reclamemos también nuestra independencia. ¿Y quedaría la cosa ahí? Los separatismos son insaciables, se alimentan de su propia naturaleza y jamás se detienen. Porque si Andalucía es única, bien es cierto que existen notables diferencias entre sus provincias. Nada que ver entre un sevillano y un malagueño. O entre un gaditano y un granadino. Es más, si nos centramos en mi provincia, la zona de la bahía de Cádiz tiende al seseo en tanto que el Campo de Gibraltar cecea. Somos distintos. ¿Y qué hacemos: nos segregamos hasta el infinito? ¿Quién no garantiza que Barcelona dirá un día, dentro de diez, cincuenta o cien años, que quiere ser independiente? ¿Acabamos separando barrios en las ciudades, aislando guetos? ¿Tan difícil es entender que las separaciones son excluyentes, insolidarias, intolerantes y racistas?
Atrás quedó el franquismo. Ahora todos en España gozamos de las mismas libertades, disfrutamos los mismos derechos y nos joden los mismos problemas. Claro que respeto la libertad de los pueblos de elegir su destino, pero creo en la unión como símbolo de prosperidad, desde el punto de vista económico y, sobre todo, humano.
Ojalá un día Portugal y España se unieran en un solo país, llámese Iberia o como se antoje. Ojalá la Unión Europea sea un día una unión de verdad. Ojalá el planeta sea un día uno solo. Utopías propias de sueños. Pero puestos a soñar, me conformaría con que se acabasen las discusiones y los enfrentamientos, que remitieran la antipatía y el rencor y, sobre todo, que se deje de matar, aquí, en Ucrania y en cualquier rincón, por un concepto tan abstracto como la patria.
Se ve a la legua la demagogia, cómo pretenden y logran que se priorice el asunto soberanista y que se aborde con conversaciones más propias de fanáticos hinchas, tan interesadas como incoherentes. Se ve a kilómetros que manipulan, que fomentan la confrontación e incitan al odio. Se ve a años luz que les importa un bledo la paz, la felicidad y el bienestar del que se gana la vida con el sudor de su frente. En nuestras manos está pensar en nosotros como personas, no como súbditos de países. En nuestras manos está centrarnos en lo importante, en vivir y prosperar, y dejar las chorradas futboleras para los ratos de ocio.