No tan diferentes
12.02.2015 18:15Habrán notado que de un tiempo a esta parte apenas me dejo ver por las redes sociales. Salvando alguna que otra entrada ocasional, mis visitas diarias se justifican más en la rutina que en otra cosa. Un pasatiempo, como cuando ojeas una revista en una consulta. Con la diferencia de que las banalidades provienen de gente conocida.
No resulta sencillo descubrir algo someramente interesante, novedoso o poco repetitivo. Lo normal es que encuentres casi lo mismo de casi los mismos. Una y mil veces. El ego. Yo hice esto o lo otro, modesto pero genial, qué bueno estoy qué tipito tengo.
Es curioso que algo tan sencillo como visitar Facebook te muestre desnuda la personalidad de los demás, sus resabios, la pelusilla, los ataques de enojo, el pie por donde cojean. Baste si no, con entrar en el muro de sus amigos. Ahí lo tienen: el que solo ataca al PP, el que a diario le da por Podemos, el que te recuerda constantemente las cositas que sabe hacer, el que lo inunda todo de memes, el que te informa al momento de cada pedito que se tira… La intimidad mancillada por voluntad propia.
Es lo que hay, ahí andamos todos, quien más quien menos. Pero lo que más me sorprende −y no debería hacerlo a estas alturas−, es la rotundidad en los comentarios. Afirmaciones categóricas que sellan todo resquicio de duda en las convicciones del sujeto. Sobre política, religión, sexualidad… Temas tan controvertidos se saldan en pocas palabras porque lo digo yo. ¿Hay algo más convincente? Como si no fuera obvio que millones de creyentes siguen planteamientos erróneos, pues no es posible que todas las religiones, siendo tan dispares, estén en lo cierto. O como si no fuera evidente, aunque solo sea por la amplitud, que no existe partido político que pueda presumir de una hoja de servicios intachable.
La ventaja de verter opiniones con la ayuda del teclado es que se dispone de tiempo sobrado para reflexionar y seleccionar las palabras. Una ventaja que se desperdicia ¿Tanto cuesta emplear términos como: “es posible que” o “parece que”?
Que se dogmaticen temas profundos se me figura como una ligereza inaceptable, pero donde ya se borda el ridículo es cuando se opina, desde el sillón del saber y la justicia, sobre conductas ajenas. Conste que nadie, mucho menos quien suscribe, se libra de tal pecado y que el asunto, por supuesto, rebasa los límites de las redes sociales. Alojado en nuestro día a día, se me antoja considerarlo un rasgo sui generis del ser humano.
¡Hay que ver lo que ha dicho o hecho fulanito! Lo criticamos con autosuficiencia, hasta con arrogancia, presumiendo y luciendo la inmaculada túnica de la pureza. Creemos ser más sensatos, honestos y trabajadores que los demás. Creemos ser mejores. Nunca nos equivocamos, jamás haríamos lo que hizo el otro. ¿Y de verdad somos tan diferentes? Apostaría a que cualquiera de los que leen este artículo haría suya estas frases cuando se juzga el comportamiento de otros:
A mí me gusta ir de frente.
Yo no soy de los que tiran la piedra y esconden la mano.
A mí la vida de los demás no me interesa.
Yo solo tengo una palabra.
A mí no me gusta andarme con rodeos.
Si te tengo que decir algo, te lo digo a la cara.
A mí no me gustan los cotilleos.
Yo no le sigo el juego a nadie.
A mí me gustan las cosas bien hechas.
¡Ay, cuánto nos parecemos! Izquierdas y derechas, judíos y cristianos, homos y heteros. Las circunstancias, los avatares de la vida, marcan la diferencia, aunque los halos de superioridad, la prepotencia o el narcisismo pretendan mostrar diferencias innatas, una peculiar distinción clasista entre el otro vulgar y deficiente y el yo prototipo de perfección.
Qué bien nos vendría una buena dosis de discreción y prudencia, y no olvidar que la sangre que circula por nuestras venas es del mismo color y, más importante aún, que cagamos la misma mierda, por más que alguno jamás se la huela.